martes, 23 de febrero de 2010

MAGIA, FARMACIA Y RELIGIÓN


«Las cosas de las que más se habla son las que menos existen. La ebriedad, el goce, existen.»

A. Schnitzler, La ronde

[artículo publicado originalmente en el blog La Siringa]

No hay modo seguro de distinguir en los primeros tiempos una terapéutica empírica -fundamentalmente basada sobre conocimientos fisiológicos y botánicos- de prácticas mágicas y creencias religiosas. Como veremos al hablar de Grecia, coexisten expertos en hierbas y raíces, maestros de gimnasia y dietética, cirujanos militares, magos propiamente dichos ( «iatromanteis» o brujos, meloterapeutas, catárticos o saludadores) y sacerdotes de diversos cultos (fundamentalmente los adscritos a los templos de Asclepio). Cosa muy similar acontece en Egipto, Mesopotamia, India e Irán.

Antes de desarrollarse la antropología comparada, los historiadores de la medicina postulaban algo bastante distinto, pretendiendo que desde el comienzo es posible trazar una clara línea divisoria entre ciertos conocimientos de naturaleza práctica sobre antídotos, tratamiento de heridas, etc., y el mundo mágico-religioso de cada área cultural. Algunos llegaron a afirmar que la «medicina empírica» fue previa a la sagrada y mágica, guiados evidentemente por el deseo de ver en la génesis de su oficio una evolución sin desvíos de lo simple a lo complejo.

Sin embargo, el examen de los datos etnológicos y culturales ha ido haciendo más y más precaria esta construcción de una pura medicina que se despliega lenta pero autónoma en relación con los ritos y encantamientos. Hacia mediados de siglo dicho esquema empezó a considerarse una «falacia sanitaria», pues si bien los terapeutas arcaicos pudieron disponer de métodos objetivamente eficaces su fundamento no era racional, sino mágico. En efecto, hasta la medicina más empírica aparece siempre ligada a ensalmos en la Antigüedad, y todavía durante el siglo IV a.C. -en plena expansión del racionalismo griego- Platón hace decir a Sócrates que el phármakon devolverá la salud si al usarlo se pronuncia el ensalmo oportuno. De ahí que actualmente se tienda a invertir el orden evolutivo en la historia de la medicina, considerando que ritos purificatorios y demás elementos catárticos fueron lo primero, y que sólo bastante después aparecieron nociones terapéuticamente secularizadas. En realidad, hasta que surja la medicina hipocrática puede decirse que los recursos curativos se parecen bastante en diferentes épocas y lugares (dentro de lo disponible para cada área botánica), y que las verdaderas diferencias corresponden a los marcos mítico-rituales de cada grupo cultural.

I. La enfermedad y el sacrificio.

Si buscamos un factor común a las muy diversas instituciones de los pueblos antiguos, puede considerarse permanente «el temor universal a la impureza (míasma) y su correlato, el deseo universal de purificación ritual (katharsis)», de acuerdo con los precisos términos de un filólogo. Junto a ese temor y deseo reina de modo prácticamente hegemónico la idea de la enfermedad como castigo divino, manifiesto en términos como el asirio shertu, que significa simultáneamente dolencia, castigo y cólera divina.

En correspondencia con el principio de la enfermedad-castigo y la oposición pureza/impureza aparece la institución religiosa fundamental del sacrificio, núcleo de todos los cultos religiosos conocidos, tanto presentes como pasados. El sacrificio es un sacer facere o hacer sagrado que tiende un puente entre el mundo humano y el divino. Como se ha dicho, en el sacrificio no hay «una relación de semejanza sino de contigüidad entre extremos polares [el sacrificador y la divinidad], mediante una serie de identificaciones sucesivas»

Con todo, para comprender la función de ese acto religioso nuclear podemos partir de dos perspectivas básicas, que en adelante se llamarán modelo A y modelo B:

A) La tesis del regalo expiatorio constata en el sacrificio el obsequio de una víctima a la deidad. El móvil del acto es congraciarse con ella mediante un trueque más o menos simbólico, gracias al cual un individuo o un grupo pueden ofrecer algo a cambio de sí mismos. Lo así ofrecido abarca desde un cabello que el celebrante se arranca de la cabeza (diciendo «pague él por mi deuda») hasta un animal o víctima humana. Dentro ya de esta perspectiva hay varias construcciones ulteriores, cuyo examen supondría un desvío excesivo.

B) La tesis del banquete sacramental concibe el sacrificio como un acto de «participación», que no sólo establece un nexo entre lo profano y lo sagrado, sino una unidad más alta entre los miembros de un grupo.

Obviamente, la primera tesis no explica los casos donde hay una consumación total o parcial de la víctima, y la segunda no explica los casos donde falta dicho consumo. Pero entender así estos modelos sería incurrir en miopía, pues ninguno puede por sí solo agotar el campo del sacrificio como institución religiosa fundamental. La relación hombre-dios puede ser básicamente un acto de miedo (marcado por la proyección paranoica), y puede ser también un acto de esperanza (marcado por la fiesta y la reconciliación). En otras palabras, tiene «dos sentidos, según que el sacrificio sea expiatorio o que se represente un rito de comunión». En los expiatorios el acto parte del hombre y llega a la divinidad a través del sacerdote y la víctima, mientras en los de comunión parte de un dios encarnado en alguna planta, y a veces en un animal, que a través de su ingesta por los comulgantes se identifica con ellos.

Ambas líneas aparecen fundidas en la misa cristiana, que combina la rememoración del tormento infligido a un chivo expiatorio con el ágape del pan y el vino, reiterando un esquema muy anterior en el área mediterránea. De hecho, es la esencia del culto a Perséfone (vinculado a los cereales) y Dionisio (ligado al vino), que se funden como banquete de pan y vino ya en los cultos de Attis y Mitra, bastante antes de predicarse el cristianismo.

Las ceremonias del modelo B que incorporan a título de recuerdo una ceremonia del modelo A frustan la tentación de distinguir tajantemente pueblos que sacrifican para comprar indulgencias de alguna divinidad airada, y pueblos afectos a ritos de comunión con dioses no tan ávidos de víctimas. Pero puede añadirse una precisión sociológica a la lógica circular de cada ritual. La orientación persecutoria (modelo A) predominará allí donde la impureza se considere infecciosa y hereditaria, y esto no es a su vez independiente del grado de estratificación social impuesto en cada grupo como ley de «gobernabilidad». Tras estudiar varias sociedades de África Central, una antropóloga sugirió que había correlación entre la caza de brujos -un prototipo del modelo A- y la estructura de cada grupo, siendo ésta máxima en el supuesto de sociedades tradicionales desintegradas, muy inferior en las integradas y prácticamente inexistente en las de gran movilidad social.

Antonio Escohotado.

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